Del dicho al hecho
Para entender la política es muy importante dividir la misma en dos etapas, la primera es la de ganar las elecciones y la segunda es la de gobernar. Las características de cada una de ellas son diametralmente opuestas.
En la etapa electoral el candidato tiene que moverse en el campo de la ambigüedad y la indefinición, prometiendo cosas que muchas veces son incompatibles, como, por ejemplo: prometer aumentar los gastos en salud y educación, prometer no subir impuestos y al mismo tiempo prometer reducir el déficit fiscal.
Una vez electo, el gobernante tiene que convertir todo lo dicho en la campaña electoral en hechos concretos, pero aquí se encuentra con la compleja realidad política.
Para llevar adelante sus proyectos, deberá obtener el apoyo de su partido, administrar las críticas de la prensa y de los partidos de oposición, enfrentar las movilizaciones de los sectores afectados y finalmente conseguir los votos en el Congreso para su aprobación.
Esto es lo que debe estar viviendo Santiago Peña en estos primeros días de gestión, a lo que se le ha sumado una crisis internacional con la Argentina, por la Hidrovía y por Yacyretá.
La cómoda mayoría que hoy tiene el gobierno en las dos Cámaras del Congreso le ha permitido aprobar en tiempo récord la creación de la Dirección Nacional de Ingresos Tributarios y del Ministerio de Economía y Finanzas, dos instituciones que fusionan diversas Secretarías ya existentes y que no afectan grandes intereses políticos.
Pero la creación de la Superintendencia de Pensiones, un pequeño primer paso imprescindible para comenzar un proceso de reforma de nuestro sistema jubilatorio, ya tiene fuerte oposición y su aprobación será complicada.
Observando el ambicioso programa de reformas enunciado por Peña durante la campaña electoral, como el del servicio civil, el de la salud y el de la educación, vemos que las mismas sí, tendrán grandes oposiciones dentro mismo del Partido Colorado, porque afectan su base de sustentación que son el clientelismo y el prebendarismo.
Ante esta realidad, el presidente tendrá que escoger cuáles batallas está dispuesto a librar y cuáles no. Para esa elección deberá evitar ser rehén de todas las promesas hechas en el fragor de la campaña electoral y analizar con pragmatismo cuáles promesas podrá dejar de lado sin afectar severamente su capital político.
Sumado a esto, existen dos grandes desafíos que el presidente anunció que él personalmente va a conducir: uno es la reforma del sistema educativo y el otro es la negociación del Anexo C.
Asumir personalmente la conducción de ambos complicados procesos, que tienen grandes posibilidades de estancarse por años y hasta de fracasar, pueden poner al presidente en el lugar del “fusible” que deba saltar ante un eventual fracaso.
La labor de un presidente, es un aprendizaje que solo se logra ejerciendo dicho cargo y en ese sentido hace mucho tiempo tuve la oportunidad de leer un artículo escrito por James Reston –un famoso periodista norteamericano del New York Times– comparando al presidente Jimmy Carter con Franklin Roosevelt.
Cuando era presidente Carter era joven, sano, trabajaba más de 14 horas y leía más de 200 páginas de informes por día; mientras que Roosevelt era un anciano, enfermo y mucho menos laborioso.
En esa comparación, Carter le ganaba en todo a Roosevelt, pero sentenciaba Reston “que en lo único que Roosevelt le superaba a Carter era en que sabía ser presidente”, sabía en qué batallas debía meterse y en cuáles no y sabía conseguir los apoyos políticos y de la opinión pública a sus iniciativas.
Esta anécdota de Carter y Roosevelt me parecía importante recordar en este momento en que el gobierno de Peña aún tiene mucho tiempo por delante y gigantescos desafíos que enfrentar para convertir las promesas de la campaña electoral en realidades concretas.
Y el mayor de los desafíos es, cómo manejará lo que no pueda llevar del dicho al hecho.
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